16/3/09

*** XII ***

Se me ocurrió tantear la vena, a la altura del párpado. El ojo no late. No está hinchada.
Por cincuenta pesos el cabo deja de hablar por un rato y contesta mis preguntas. Aparentemente el muerto que tenía mi documento, el otro Federico DellaMata, trabajaba en un sindicato. Trabajaba en un sindicato, era patotero, antes de ser Federico DellaMata. Después desapareció durante los últimos tres años. Un banco de nombres, un banco de alias en realidad, hizo saltar mi nombre, nuestro nombre a esta altura. Aparentemente el otro Federico DellaMata podría ser un traficante de electrónica y/o gerente de un prostíbulo de Almagro.
Por cien pesos más el cabo me promete que cuando sepa algo más me va a llamar para contarme.

Me pregunto si por cien pesos más la chica policía, la morocha muy descuidada, me chuparía la pija atrás del escritorio.

Antes de irme y después de firmar mi declaración le pido al forense que me mande algunas fotos del muerto. Me sale otros cien pesos, pero lo va a hacer de buena gana, dice.

Una vez en el auto, recién emprendiendo el largo camino de regreso, siento que la tengo más dura que nunca. La vena no está hinchada y no tengo hambre. Paro en un kiosco para comprar un gatorade de manzana.

11/3/09

*** XI ***

El aire fresco de la vereda me recupera, el cigarro me termina de revivir.
El cabo sigue hablando, no para, enseguida noto que me trata de convencer de algo. Quiere que vuelva a entrar a la seccional y firme una declaración.

– Donde usted declara que está vivo.

Estos bonaerenses son geniales. No puedo creer que me haya convencido de manejar hasta Avellaneda.
Mi vida no es nada.
Me río y levanto la vista.

– Donde declara que usted no conoce al otro con su nombre. Mientras un perito revisa su documento.

Le digo al cabo que se calle, que me de un segundo y que voy a firmar lo que quieran.
Lo invito a sentarse a mi lado en el banco pero me dice que no puede. Le pregunto si sabe algo más del muerto y me dice que no puede. Y vuelve a entrar.

Busco el celular en el bolsillo y juego algunas manos de póker por Internet, hasta que el sabor del cigarro me aburre, y yo también vuelvo a entrar.

*** X ***

El comisario tiene un bigote tupido y quiero decirle que es demasiado obvio, pero no le digo nada. Él me cuenta que encontraron a un hombre muerto. El muerto tenía una billetera, y allí adentro un documento. Tenía mi documento, con mi número y nombre, pero con su foto. El del bigote y un forense pelado me llevan a la morgue. De una de las puertitas sacan la camilla de metal y me muestran.
Me muestran a mi mismo, a mi otro yo, al otro Federico DellaMata: era un hombre fuerte, grande, de mi edad, con el mismo color de pelo y de ojos.

En una esquina encuentro el tacho de basura y vomito lo poco que había desayunado. Siento que me puedo desmayar, pero no. El del bigote no para de hablar: nadie reclamó el cuerpo ni lo denunció desaparecido; estaba flotando en el río con el cuello roto.

Todo mi peso sobre una frágil silla de plástico la hace temblar, el aire de la morgue se volvió irrespirable. El forense cree que murió minutos antes de que lo tiraran al agua, quizás en un barco. Un policía joven, quizas un cabo, que no vi entrar, me ofrece una barra de cereal.
La devoro sin escuchar nada más.

6/3/09

*** IX ***

– Federico DellaMata
– Un segundo por favor.
– Cómo no.

La chica policía es una morocha muy descuidada. Así y todo no me cuesta nada imaginarla chupando pijas atrás del escritorio. 
Otra vez la tengo dura.

– Acompáñeme por favor.
– Cómo no.

Tendría que hacerme puto. Dicen que hay todo un mercado para los gordos peludos que la tienen siempre dura.

– Federico DellaMata
– Tome asiento, por favor..
– Cómo no.

*** VIII ***

Dentro del placard abro la caja de seguridad, saco el DNI y el pasaporte, por las dudas. Si voy a acreditar mi identidad lo voy a hacer bien. En los dos está la misma foto, de hace unos quince años. Tenía barba y cuarenta kilos menos. Fumaba muchísimo. Detrás de los documentos y al lado de una pila de dólares está la caja de cigarros cubanos que traje de Miami.
Me siento fuerte, no tengo hambre (todavía) y puedo respirar que es un día especial, que lo tengo que aprovechar. Para bien o para mal, se siente como un buen día para fumar.

Salgo a la calle con el cigarro encendido entre los dientes y otro en el bolsillo del saco, el sol me hace transpirar apenas en un instante. Me seco la frente con un pañuelo y sonrío.
En la casa de al lado puedo ver (no VER, pero puedo sentirlo, sé que está ahí) al chiquito que me espía desde la terraza.
Escupo en su vereda y me subo al auto

*** VII ***

Es la voz de un hombre amable, joven, apenas un muchacho con un arma en el cinturón. Me trata de explicar con paciencia, me trata de decir lo que sabe, y sabe que no es suficiente.

– Va a tener que acercarse, es sólo un trámite.
– Pero, no entiendo.
– Usted es Federico DellaMata.
– Correcto.
– Sucede que Federico DellaMata murió recientemente, lo encontraron en el Tigre ayer a la tarde, usted sólo tiene que venir con su documento, declarar. Es sólo un trámite.

El muchacho armado sonaba poco convencido, me lo volvió a explicar por una última vez y accedí a presentarme a declarar. Mitad para no seguir escuchando el pobre argumento de alguien que no sabe ni lo que dice.

Estoy intrigado.

¿Habré muerto sin darme cuenta? Me pregunto mientras elijo una corbata: me río solo otra vez.

*** VI ***

La muerte lenta es un monstruo grande y pisa fuerte.
Me río solo.

En el patio tengo señal de Internet inalámbrica, sin problemas. No juego nunca dentro de la casa, es como cuando fumaba. Con la otra mano sostengo un botellón de tres litros de jugo de naranja. Tomo un sorbo por cada mano.
En la terraza del vecino algo se mueve. Ni me molesto en alzar la vista, pero estoy casi seguro de que se trata de un niño. Su mirada escondida me perturba, como todas las miradas y como todos los niños.
Ellos todavía no saben que ya se están muriendo, que la muerte lenta ya se los comió y los está digiriendo, que nada tiene sentido, que no tienen futuro. Que ya no habrá otras generaciones, ellos nunca tendrán hijos, o no los verán sobrevivir.
Nadie puede sobrevivir. No hay futuro posible.

En la pantalla del celular desaparecen las cartas, un hermoso par de ases que finalmente me tocó. Se me puso dura pensando en como gastar lo que todavía no gané, en un segundo. Los dos hermosos ases desaparecen: llamada entrante, numero desconocido.
Es el mismo número de la llamada perdida, de la noche anterior.

2/3/09

*** V ***

El marido de Sandra es un muchacho de treinta años. Hace poco nos invitaron a comer un asado y yo inventé alguna excusa para no ir, pero después le mandaron a Laura las fotos por mail y lo pude ver. Me gustaría no revisarle la casilla a Laura. Me gustaría tantas cosas.
Sandra y su marido tocaron bocina a las ocho de la mañana, él las llevó a Pilar, mañana vuelven en remís.

Dormí hasta las dos de la tarde, pasa siempre que no tengo nada para hacer. Cuando vuelvo del baño, busco el celular dentro del cajón: esperando una noticia, algo del trabajo, lo que sea. Figura la llamada perdida de la noche anterior, un número que no aparece en la agenda. Averiguar quién pudo ser, es algo para hacer.
Es mejor que nada.

Ya en el estudio, vestido todavía con el pijama y con un cartón de jugo de uva sobre el escritorio, transcribo el número de teléfono.
Hay un único resultado en páginas de Argentina, y no me gusta nada.
Es de una comisaría en Avellaneda.

*** IV ***

Laura me espera mirando un noticiero. El televisor dispara imágenes sanguinolientas, un camión cargado de autopartes volcó, cayó de una curva en la autopista sobre una plaza. No parece cierto.
Laura se ríe.
Dice que en quince minutos va a llegar el sushi que encargó para los dos. Que le fue bien en pilates y que el fin de semana va a ir a un retiro con Sandra. Es un tratamiento de belleza intensivo en un spa de Pilar.

Fortunas.

Me pongo el pijama, y dejo el celular en el cajón de la mesa de luz. Nunca juego en casa.
No es para jugar

Comemos en silencio, a la luz de un par de velas. Dominamos la técnica de los palitos desde hace muchos años. Ya lo hacía para impresionarla, hace casi veinte años, cuando ella tenía otros tantos. Imagino la medialuna con jamón y queso que me comí a la tarde. La imagino reunirse en mi estómago con los delicados trozos de salmón. Los imagino acompañados de un duende de la culpa que los infla, que me hincha. Me imagino todo esto y pierdo el apetito por primera vez en mucho tiempo. Pienso que mañana es sábado, Laura me explica que la pasan a buscar temprano, pienso que no voy a tener que buscar el momento y el lugar de comer a escondidas y se me ocurre que quizás no lo haga, cuánto me gustaría ser alguien, ser otro, ser hombre. Descansar, desinflarme, volver a empezar.

Una vez en la cama nos abrazamos unos segundos, después nos acostamos para dormir y quedo mirando la pared. Las puertas del placard. Dentro del cajón vibra el celular, debe ser una llamada. Creo que Laura está despierta, pero no me dice nada. Después volvemos al silencio.