Se me ocurrió tantear la vena, a la altura del párpado. El ojo no late. No está hinchada.
Por cincuenta pesos el cabo deja de hablar por un rato y contesta mis preguntas. Aparentemente el muerto que tenía mi documento, el otro Federico DellaMata, trabajaba en un sindicato. Trabajaba en un sindicato, era patotero, antes de ser Federico DellaMata. Después desapareció durante los últimos tres años. Un banco de nombres, un banco de alias en realidad, hizo saltar mi nombre, nuestro nombre a esta altura. Aparentemente el otro Federico DellaMata podría ser un traficante de electrónica y/o gerente de un prostíbulo de Almagro.
Por cien pesos más el cabo me promete que cuando sepa algo más me va a llamar para contarme.
Me pregunto si por cien pesos más la chica policía, la morocha muy descuidada, me chuparía la pija atrás del escritorio.
Antes de irme y después de firmar mi declaración le pido al forense que me mande algunas fotos del muerto. Me sale otros cien pesos, pero lo va a hacer de buena gana, dice.
Una vez en el auto, recién emprendiendo el largo camino de regreso, siento que la tengo más dura que nunca. La vena no está hinchada y no tengo hambre. Paro en un kiosco para comprar un gatorade de manzana.