La muerte lenta es un monstruo grande y pisa fuerte.
Me río solo.
En el patio tengo señal de Internet inalámbrica, sin problemas. No juego nunca dentro de la casa, es como cuando fumaba. Con la otra mano sostengo un botellón de tres litros de jugo de naranja. Tomo un sorbo por cada mano.
En la terraza del vecino algo se mueve. Ni me molesto en alzar la vista, pero estoy casi seguro de que se trata de un niño. Su mirada escondida me perturba, como todas las miradas y como todos los niños.
Ellos todavía no saben que ya se están muriendo, que la muerte lenta ya se los comió y los está digiriendo, que nada tiene sentido, que no tienen futuro. Que ya no habrá otras generaciones, ellos nunca tendrán hijos, o no los verán sobrevivir.
Nadie puede sobrevivir. No hay futuro posible.
En la pantalla del celular desaparecen las cartas, un hermoso par de ases que finalmente me tocó. Se me puso dura pensando en como gastar lo que todavía no gané, en un segundo. Los dos hermosos ases desaparecen: llamada entrante, numero desconocido.
Es el mismo número de la llamada perdida, de la noche anterior.